Anda hipnotizado entre el eco de sus tacones, enredado en
esos bucles que adornan su cara y perdido en la curva de su espalda. Siempre
tuvo demasiados vicios, ansiaba más de lo que podía tener, era un hombre demasiado
avaricioso. O ambicioso, como solía responder cuando alguien intentaba hacerle
ver que depender tanto de algo siempre era un error. Se las daba de
independiente y que dotaba de toda la libertad que él quisiera darse pero todos
sabían que no podía vivir sin esas caladas antes de acostarse, ni despertarse
sin la botella medio vacía que solía tener en el cajón donde guardaba su foto.
Pobre chico, que dependía de tantas cosas que uno no sabía cómo, por el camino,
podía seguir vivo. Tiene una sonrisa tan hueca, que más de una ha intentado
llenarla metiéndose en su cama. ¡Lástima que sea un hombre que depende de
alguien que se fue de su vida hace demasiado tiempo! Vive entre bares buscando
ese calor que ella solía darle y renunció a cualquier compromiso que no fuera entre
él y su botella: él nunca la olvida y ella nunca le deja. La relación perfecta,
como asegura hundido en el sofá cada vez que recibe visita pensado, una vez
más, que es ella. Debe demasiado para ser feliz: una cartera que no puede tocar
fondo, un mechero que siempre tiene que funcionar y un corazón roto que jamás
puede curarse. Todavía asegura que, después de tanto tiempo, sigue perdiéndose
entre las carreras de sus medias. ¡Como si no hubiese podido borrar sus
huellas! Asegura entre risas desesperado. Tiene colgado en su cuarto ese cuadro
que ella pintó cuando un día se despertó y decidió ser una artista famosa.
Incluso abajo sigue teniendo esa pequeña nota que decía: por el principio de
una gran historia. Qué ironía, piensa cada vez que lo mira: su historia fue
tan corta para él que no valía la pena ni escribirla. Pero algo hay que decir:
nunca baila. Dice que solo puede seguir el compás cuando mueve sus manos sobre
su falda.
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