Yo no escribo, me dibujo. Y en cada letra que anoto doy un
poco más de mí hasta quedarme satisfecha, o vacía. Soy todo aquello que plasmo
entre los espacios de las palabras que mi mente decide escoger al azar. No sé
sobre qué trato hasta que he acabado y ahí es cuando, entre comas y tildes, veo
ese algo que me comía por dentro y
que solamente soy capaz de tratar cuando redacto. No espero nada a cambio,
salvo entenderme un poco más por cada punto
y aparte que publico. Esto no es por gusto sino por necesidad. Escribo
porque pienso y pienso porque siento. Y mis pensamientos van más rápido de lo
que pueden mis manos cuando lo hago y las imágenes se cruzan con las letras que
pulso mientras vomito ese cúmulo que soy yo, mis pensamientos y mi imaginación.
Es todo lo que hay en esto: ni busco complacer ni intento que lean entre líneas
para intentar averiguar por qué hablé de eso
o de aquello. Seamos sinceros, ni
yo misma se de lo que hablo hasta que lo invento.
Si alguien me dijera: Tú has escrito esos párrafos pero te quitaron la memoria tras escribirlos. Le creeria a pesar de la locura de su idea, pues en verdad, me hallo entre tus lineas, tan perdida en el mundo y encontrada en el papel. Como si pensaramos con el lapiz y a través de la hoja. Escribir es nuestro propio abecedario de sentimientos, nuestro propio torbellino apaciguador.
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