A este chupito invito yo

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24/4/13

Todavía no ha descubierto la brújula para navegar entre sus piernas.


Estas solo son unas pobres palabras de un triste marinero que, después de tantos años en altamar, decidió dejar en tierra un poco de sí mismo en cada puerto que desembarcara. Tenía como hogar ese barco que, si bien le daba de comer, no le ofrecía la calidez que podía darle una buena cama. Menos aún si gozaba de su compañía. Solía desgastar sus sueños en las rocas como si de una ola se tratase, y las promesas que una vez se hizo a sí mismo quedaron arrastrada por esa ancla que se hundía en el mar (como sus ganas de tenerla) cada vez que hacían una parada. Siempre tenía encima esa carta que escribió tantas veces que llegó a memorizarla pero nunca tuvo el valor (o tal vez la cobardía) de enviarla a su destino. La suele guardar en el bolsillo interior de la chaqueta junto con el amuleto que, en su día, creyó que le daría suerte y sin embargo aún está esperando a que haga algún tipo de efecto en él. Tiene por cada error que dejó atrás y se negó a arreglar, un tatuaje para recordarle aquello que pudo tener y se quedó al alcance de su mano, por cada sentimiento que nunca respondió (incluso sabiendo que podría, en la medida de lo posible, corresponderle aunque fuera una mínima parte). Guarda debajo de su colchón esa foto tan desgastada de las veces que llegó a acariciarla cuando intentaba recordar el motivo por el cual no volvía a casa. Y entre sus pertenencias, si eres buen observador, puedes llegar a darte cuenta que entre la espuma de afeitar y el gel se encuentra un pequeño lazo (que parece negarse a atarse tanto como él mismo, a juzgar por los pliegues que dan a entender que una vez intentó estar sujeto a algo) de un color tan cálido como un abrazo en invierno. Puedes ver que entre las arrugas que parecen marcar su rostro cuando sonríe (o cuando el sol parece acariciarlo como él siempre quiso que lo hicieran otras manos) una lista llena de miedos y sueños que niega de su existencia por el mero hecho de no querer volverlos realidad. Y entre esas manos (algo ásperas de atar cabos y algún que otro pensamiento) se puede apreciar el vacío existente que parece haberse instalado desde que su cintura no está a su alcance.

Pobre marinero, tan acostumbrado a echar sal a sus heridas que no entiende de otra cosa que no sea el dolor de la misma.

1 comentario:

  1. ¿Donde quedaron los escritores que ataban ideas irreales y desfiguradas de una forma tan enigmaticamente casual, como si dejera caer una pluma en la arena? Quizás solo he conocido dos, una chica que encontraba en las arrugas de un vestido la soledad, y tú. Y simplemente he leido una entrada, quizas haya sido un amor a primera vista de tus palabras.
    Felicidades, es dificil sorprenderme.

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