Voy a
recorrer ese vestido tan corto que llevas-me dijo- y voy quitarme todas estas
ganas que te tengo y me están volviendo loco.
Y yo, que
hacía tiempo había admitido que el orgullo que tantas veces me había costado
tragar había desaparecido, solo pude mirarle fijamente y preguntarme si esos
hoyuelos que se le formaban cuando me miraba habían sido la causa de ello.
Podría cerrar los ojos y aun así sería capaz de verlo tal y como estaba ahora.
Mi piel parecía gritarme que hiciera de la distancia que nos separaba un juego
y diera esos cuatro pasos que había entre los dos para callarlo de una vez. Me
gustaría que alguien hubiera podido responderme a una pregunta que llevaba
rondando por mi cabeza desde que apareció ahí, con esa mirada que hacía
temblar los cimientos de cordura que había intentado construir para evitar
descontrolarme en situaciones como ésta ¿Qué tan malo puede ser algo que
antiguamente ya has perdido?
Podría
rechazarlo, cerrar la puerta como si no hubiera estado ahí parado mirándome y
no habría diferencia entre el ayer y el ahora.
Podría dejar
de apretar mis manos como si ese mecanismo me ayudase a mantenerme indiferente
y acercarme y volver cada momento extrañándole un mito.
O podría
soltarte un discurso sobre la dignidad y todas esas palabras que solía
repetirme a mí misma para evitar llamarlo cuando me hundía y que parecían haber
desaparecido en cuanto volví a mirarle a los ojos.
¿De verdad
duele dejar algo que hace tiempo que no es tuyo?
Nunca tuve
equilibrio. Tal vez por eso, en las decisiones que penden de un hilo solía caer
en la respuesta equivocada. O como, según apreciaría la mayoría de las personas
que se dedicaban a juzgar actos ajenos mientras mis manos recorrían su espalda,
en las decisiones incorrectas.
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