Que un clavo saca otro clavo era la afirmación más absurda
que había escuchado desde: las galletas oreos son cancerígenas. Para empezar
porque si un clavo sacase otro clavo, la herida al intentar quitar el primero
se haría más grande y ni media tonelada de alcohol podría hacer que no se
infectase. Luego esta, claro, el hecho de que los clavos pueden ser diferentes,
ser más grandes, más pequeños, más feos o bonitos… y muchas veces no sirve para
reemplazar al que estamos deseando expulsar de donde sea que lo tengamos
clavado. Que, por cierto, suele ser en el
corazón. Y claro, llegan las comparaciones o los enfados al ver que ese clavo
que tu pensaste que conseguiría expulsar al otro solo ha hecho que esté más
presente que nunca. Y ahora tienes dos problemas: deshacerte del clavo que tanto
odias y que arrancarías si pudieras incluso con tus propias manos y el nuevo
clavo que no sabes ni siquiera para qué está ahí si su función principal no ha
sabido cumplirla. ¿Qué el tema del que estoy hablando es raro? Sí, al igual que
sé que estoy en lo cierto. Tú fuiste mi clavo durante, tal vez, demasiado
tiempo. Eras un clavo que ardía, escocía. Porque eras como las quemaduras que
arrasan la piel y te dejan cicatriz para toda la vida, que duelen más después
que durante su creación. Que hace que te palpite la piel buscando algo que
consiga borrar el dolor, aunque sea mínimamente. ¿Qué un clavo saca otro clavo?
No, que va. Es más eficaz hacerlo a mi manera: a martillazos.
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