Tal vez por eso siempre tengo la sensación de llevar demasiada ropa.
Verás, siempre fui un poco cabezota en aquello de elegir caminos hacia la felicidad.
Solía tener esa tendencia a disfrutar de mi caída cogiendo el más complicado-que no siempre significa el más certero- y a la hora de la verdad siempre acababa equivocándome.
Y es que, amor, nos engañaron como tontos con eso de que lo que tiene fácil acceso no es tan necesario (o tan placentero obtenerlo) y nosotros caímos en picado.
Y ahora es un poco tarde, o demasiado pronto para cambiar(me)lo.
Así que aquí me tienes, sin saber qué está pasando y por qué empiezo a tener la sensación de que podría quitarme alguna prenda más para estar más satisfecha.
Que Noviembre ha entrado demasiado frío y no estás aquí para dar calor.
Y las penas calan los huesos tan rápido que voy a acabar rompiéndome en mil pedazos, y tú lejos sin volver a mirarme una segunda vez cuando me crees pasear por las calles de allí.
El problema, cariño, es que empiezo a vestirme con menos capas, por aquello de terminar más rápido con la helada que está comenzando en mi cama (y la escarcha empieza a acumularse en mis labios para no poder nombrarte).
Y sigues ahí, sin saber que estoy dejando de (des)vivirte tan rápido que voy a terminar matándote un día mientras tomo café. Y cuando ocurra será como el Tack que secunda el Tick.
Un suspiro y desapareceré y te preguntarás por qué me dejé todo el armario al partir sin comprender que estaré empezando a coger la vía fácil.
Por una vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario